martes, 24 de septiembre de 2013

Capítulo 4 - Dana

Dana salió casi a trote de su casa. No sabía por qué, pero sentía que ese día sería especial, así que había apurado a su hermano, cosa de llegar temprano.
—¡Matt! —le gritó al muchacho mientras este cerraba la puerta con pereza.
Él salía de la cama aun dormido, y la mitad de las veces no se despertaba hasta pisar el colegio, a menos que alguna de sus hermanas le tendiera una artimaña. Esto último no era poco común, y la mayor de las chicas era la cabecilla de cualquier evento salido de lo común.
La joven se adelantó un poco, dejando que los vuelos de su vestido, de un rosa chicle, ondearan un poco. Con la ropa, era casi lo mismo que con la música: cualquier cosa le venía bien. Desde soleros de colores claros, hasta remeras con joggings de colores opacos (convenientemente comprados en la misma tienda de ropa que frecuentaban Bruno y su hermano cuando necesitaban llenar un poco su armario).
Como siempre, volteó hacia la mansión al pasar, y algo en lo que vio la hizo detenerse.
Había camiones en frente del portón, con gente entrando y saliendo continuamente, llevando en sus brazos grandes cajas. La muchacha abrió los ojos de forma exagerada, y su corazón se detuvo por un momento.
—Matt… —volvió a llamar, casi sin aliento—. Se están mudando —continuó, sin mover la vista del hogar—. ¡Se están mudando! —exclamó entonces, su mirada llena de brillo y una sonrisa en sus labios.
Matías se colocó detrás suyo, con expresión de no entender demasiado. No tardó en espabilar, no obstante, en cuanto notó a su hermana encaminándose hacia la construcción.
Incapaz de sujetarla de otro lado, tiró de la capucha del largo buzo negro, obligándola a parar su avance.
Ella lo observó por unos instantes, con esa expresión de ruego que le salía tan bien. Él negó con la cabeza y, empujándola por la cintura, volvió a encaminarla para donde debía.
—Paciencia, Dan —le sonrió mientras la acercaba hacia sí, ella sin poder mirar hacia otro lado que hacia atrás, hacia la enorme morada.
Dana soltó un ¿Quién creés que viva ahí?, que luego dio rienda suelta a muchas suposiciones más.

La chica había llegado a su aula quince minutos antes de que toque el timbre que iniciaba la clase, y no habían pasado un par más cuando escuchó la puerta abrirse nuevamente. A esa hora de la mañana, sólo acostumbraban estar Bruno, ella, y alguna que otra persona más, así que no pudo evitar el dirigir su mirada hacia la puerta. A través de esta pasaron una chica y un chico de su edad, ambos nunca vistos por la muchacha.
A la rubia, por un momento, como había pasado con la casa, se le detuvo la respiración. Entonces, sus ojos brillaron y sus labios se curvaron. Saltó del banco en el que estaba sentada con la energía usual, y pegó un par saltos hasta la gente nueva.
Al joven lo pasó de largo: su mirada estaba centrada en la pequeña chica pelirroja, a quien le extendió la mano para ser estrechada.
—Soy Dana —comenzó, con toda la alegría del mundo en su voz—. Pero decime Dan. Vivo acá, a unas cinco cuadras. Me gustan todos los colores, y toda la música. Tengo cinco hermanos, y mi mejor amigo es el pibe que está sentado allá atrás, Bruno. Yo le digo Bru. —pronunció todo tan rápido como pudo, todas las palabras tropezando entre ellas, cosa de llegar a lo que le importaba con velocidad. Siendo como era, no notó lo anonadada que estaba la desconocida—. ¿Y qué hay de vos? —concluyó, preguntando con esa voz que dejaba en claro que buscaba mil respuestas.
La pelirroja, sin embargo, no hizo más que esconderse detrás de su compañero. Estaba casi temblando cuando tiró del suéter de él, pero eso la muchacha de ojos oscuros no lo registró.
Dana se vio extrañada ante el gesto de la muchacha, pero no llegó a decirle nada cuando el chico se interpuso entre ambas jóvenes, mostrando una expresión cordial.
—Yo me llamo Joaquín —dijo él con voz agradable, casi elegante, a la vez que le daba la mano—. Es un gusto conocerte.
Aquella que jugaba de local le dio un pequeño apretón antes de soltarlo, cosa de costumbre. Lo miró y le sonrió como se le sonríe a cualquier persona que se acaba de conocer, con esa cada de Hola, ¿todo bien? cuya respuesta es una sonrisa igual de cotidiana. Pero eso fue todo. A ella le interesaba otra cosa.
Dana dio un par de pasos más hacia adelante, volviendo en busca de la otra chica, intentando conseguir una respuesta, aunque fuese una sola palabra, de su parte.
—Se llama Caroline —escuchó decir al muchacho, inconsciente de lo que él en realidad quería transmitirle: la quería lejos de su amiga.
La rubia lo observó con aquella ingenuidad que poseía respecto a las indirectas.
—Se lo estaba diciendo a ella —explicó la alta, sin la intención de ofender a nadie. Era simplemente que había creído que el tal Joaquín se había confundido.
—No le gusta hablar —defendió el chico a su compañera, que parecía cada vez más asustada.
La pueblerina, cada vez más confundida, frunció el ceño en señal de poco entendimiento.
—¿Por qué no? —consultó, casi torciendo la cabeza a un lado.
—Porque no —respondió él, casi con ganas de apartar a la muchacha de una vez y preguntar por un lugar que no estuviese ocupado. Era una persona tranquila, pero no le gustaba que metieran la nariz en los asuntos no suyos, sino de su compañera de toda la vida.
Antes de que la chica pudiese retrucarle algo, el profesor de Matemática, tan puntual como siempre, entró al salón junto al sonido de la campana. Bruno entonces avisó a Dana, y esta no tuvo otra opción que ir a su lado.
Sólo en ese instante Joaquín notó que el único lugar libre estaba en frente de aquella compañera de clase tan particular. De aquella loca. Al lado de quien, para peor de los males, se sentaba otro chico. Y si tenía que elegir entre dejarla sentarse delante de una chica extraña o un muchacho, la sentaba igual con la extraña. Y así se ubicaron en sus bancos.
Durante las dos horas siguientes a lo sucedido, Dana se dedicó a llamar en voz baja a Caroline, quien no respondió a sus llamados. Ante esta falta de reacción (que la ingenua consideró cosa de no escucharla y nada más), la rubia acabó por darle un par de toques en la espalda a Joaquín. Éste sí se vio obligado a darse vuelta disimuladamente y soltarle un ¿qué?, al cual le respondió con la pregunta de ¿me la llamás?. Al joven entonces, no le quedó otra que negarle y volver a lo suyo. Sólo el profesor con su reto fue lo que impidió que la joven repitiese el proceso.

A la hora del recreo, Bruno se adelantó a Dana a preguntar si los dos nuevos querían ir con ellos. Esto no había sido un evento al azar: el mejor amigo había notado el interés de la chica en esas dos personas, como también sabía que él resultaba menos agresivo a la hora de hablar y moverse, y quizá así fuese más fácil convencerlos.
Invitó a Joaquín de forma amable, y éste acepto, aunque avisándole antes que su amiga era una chica callada, tímida. El muchacho de ojos verdes rio un poco, quitándole importancia al asunto, y remarcó que a “los pibes” eso no les importaba.
Dana llamó a Damián, que había llegado tan tarde como acostumbrado, y juntos fueron hacia el patio. Durante el corto trayecto hasta su árbol preferido, la joven se contuvo de cualquier tipo de comentario, sólo porque su compañero de banco había insistido en que se comportase tan tranquilamente como le fuese posible, de otra forma, espantaría al a la pelirroja. Y lo último que ella quería era que eso sucediera.
Cuando llegaron al punto de encuentro, ya había dos chicos allí sentados, que los recibieron con una gran sonrisa. Bruno y Damián se sentaron, pero Dana se mantuvo parada, y los otros dos no sabían si imitarla a ella o hacer como el resto.
—Éste —empezó Dana señalando a Bruno—, es Bru. El de al lado es Dami, o Damita, y esos dos —señaló a su hermano y al muchacho de cabellos castaños revueltos—, son los m y m: Marcu y Matt.
Satisfecha, la muchacha miró a los recién llegados con la más amplia expresión de alegría, obteniendo como respuesta un par de miradas de confusión.
El hermano de la locutora se levantó de su lugar y negó con la cabeza levemente.
—Disculpen a mi hermana —dijo con gracia y sinceridad a la vez—. Está un poco loca —y sonrió—. Yo soy Matías, el chico de mi curso es Marcos. Bruno y Damián, en cambio, están con ustedes, ¿no? —añadió entonces, siempre con voz tranquilizadora y hablándole a Joaquín. Le extendió la mano y el otro la aceptó, murmurando un saludo.
Entonces sí se giró hacia la petisa, quien lo miró con sorpresa. Así como ella no pudo evitar pensar en lo lindo que era, con sus cabellos dorados cortos y sus ojos negros, con su sonrisa que marcaba hoyuelos en su rostro; él tuvo que reparar en aquellos hermosos ojos celestes, claros como el cristal, grandes y atentos, en los montones de pecas que recorrían sus mejillas, y en la forma en la que la chica apretaba los labios carmesí, señal de timidez.
Matías le extendió la mano a Caroline, y esta, con una gran lentitud en su movimiento, la tomó. Sus miradas se mantuvieron conectadas por segundos que parecieron eternos, y Joaquín tuvo que carraspear para que se separaran.
El recreo pasó con todo el mundo sentado en círculo, sonriendo y charlando sin importar nada. Incluso Joaquín y Caroline, el primero habiendo hablado más con Bruno que con otro, y la segunda apenas habiendo pronunciado un par de palabras en esos quince minutos, sintieron la calidez que emanaba ese grupo.

A pesar del par de locuras que salían de los labios de la loca (en cierto momento, incluso, esta había comenzado a cantar canciones a gritos, su mejor amigo haciéndole el coro) y que no dudaba de que le traería cantidad de problemas, Joaquín pensó que ella era, como dicen algunos, un mal necesario.

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